EDITORIAL
La reelección de
Joseph Blatter por quinta vez como presidente de la FIFA, el organismo que
gobierna el fútbol mundial, es una mala noticia para el deporte. Haciendo caso
omiso de la grave advertencia que supone para el fútbol la detención de siete
directivos del organismo acusados de corrupción, fraude, soborno y blanqueo de
dinero, los electores han preferido mantener la fidelidad a un presidente
gastado, corresponsable de la trama de corrupción enraizada en la FIFA —bien
porque convivió cómodamente con ella, bien porque no se enteró— antes que
decidirse por un cambio personal e institucional. Cinco mandatos y diecisiete
años de poder constituyen, para cualquier responsable político, y más en una
elección de carácter corporativo, un caldo de cultivo para la corrupción y el
inmovilismo.
Y no será porque
los delegados de la FIFA, reunidos en Zúrich en un lujoso entorno, no
recibieran mensajes políticos contundentes desde alguno de los países centrales
del fútbol. El premier británico, David Cameron, pidió directamente la dimisión
de Joseph Blatter; el ministro alemán de justicia, Heiko Maas, exigió que se
explicaran las concesiones de los Mundiales a Rusia y Qatar. Frente a ellos,
Vladímir Putin, presidente de Rusia, defendió a Blatter, declaró que el mundial
de Rusia es “intocable” y acusó a Estados Unidos de intervenir en los asuntos
de otras naciones. Lo que el miércoles era un conflicto deportivo, cuarenta y
ocho horas más tarde se había convertido en un episodio más de un
enfrentamiento geoestratégico.
La fractura
política y deportiva se ha producido por la línea más débil, que es la que
recorre el enfrentamiento entre Europa Occidental y Rusia. Putin defiende su
Mundial (2018) y los beneficios monetarios y de prestigio internacional que
espera conseguir; Cameron y Merkel sospechan, como Estados Unidos, que ese
Mundial está en contradicción con las sanciones impuestas a Rusia. Ya no se trata
solamente de que la FIFA sea vista de forma inmediata como un foco de
corrupción; es que se ha abierto una brecha difícil de cerrar entre quienes
piden una refundación del organismo y quienes prefieren mantener los
equilibrios personales conocidos con el fin de que no peligren los Mundiales y
sus negocios concomitantes.
La pérdida de
credibilidad de la FIFA supone además un riesgo para el negocio del fútbol
mundial. Promotores, patrocinadores y anunciantes huyen de las grandes
competiciones futbolísticas para evitar cualquier tipo de identificación dañina
con el fraude generalizado. El momento es especialmente delicado, porque el
fútbol inicia una fase de expansión económica hacia nuevos mercados;
concretamente China y países árabes. La capacidad financiera de las nuevas
áreas de expansión permite calcular que, sin alteraciones políticas, el negocio
mundial del fútbol (unos 46.000 millones de euros) puede duplicarse en los
próximos diez años. El escándalo, en el que podrían estar implicados varios bancos
de primer nivel, obstaculiza bruscamente el desarrollo de esta expansión.
La pregunta
pertinente es si Joseph Blatter está en condiciones de cerrar las brechas
políticas y económicas abiertas por la corrupción con la que convivió. La
respuesta es no. Porque su elección no disipa las sospechas de connivencia con
la trama de negocios ilícitos destapada el miércoles. Y porque Reino Unido y
Alemania no pueden aceptar a Blatter después de que haya recibido el apoyo de
Putin. Blatter abre un período de enfrentamiento civil en el fútbol; podrá
velarse u olvidarse, pero no desaparecerá. Los dirigentes del fútbol no pueden
creer en que su colaboración para erradicar la corrupción será sincera. La
elección de Blatter sepulta cualquier probabilidad de refundación del fútbol
mundial.
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Fuente: http://www.elpais.com
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